Asesinadas, golpeadas, encarceladas: conflictos ecoterritoriales y mujeres en Perú
El impacto de los conflictos sociales ecoterritoriales en los cuerpos de las mujeres peruanas, por Rocío Silva Santisteban.
Lizeth Vásquez tenía puesto un buzo de color rosado cuando diez policías la golpearon en la vereda y la dejaron tirada. Era el 31 de mayo de 2012 y ella estaba en la Plazuela Bolognesi de Cajamarca. Tenía 17 años y una rebeldía interna que la sublevó contra el Proyecto Minero Conga. ¿Cuál fue su delito? Participar pacíficamente de una movilización e indignarse cuando los policías patearon las ollas comunes e insultaron a las señoras que estaban preparando la comida. Entre ellas, a su madre.
Lizeth los conminó a no seguir violentando a las mujeres, pero los policías la golpearon con una vara, le jalaron de los cabellos, la arrastraron cincuenta metros y en el suelo la siguieron golpeando. No conformes, la denunciaron por resistencia a la autoridad ante la Fiscalía de Chiclayo (no, no es ironía) y la fiscal solicitó nueve años de prisión para Lizeth Vásquez. Provocó, así, no sólo la ansiedad de la estudiante de la Universidad de Cajamarca, sino también un grave problema económico para la familia, que debía asumir los viajes de Lizeth y su madre desde Cajamarca a Chiclayo (500 Km) para asistir a la vista de la causa. El caso fue archivado tras dos años de proceso.
Según recoge un informe reciente de Global Witness[1], Perú es el cuarto país más mortal del mundo para los defensores y defensoras ambientales y de la tierra, sólo por detrás de Brasil, Honduras y Filipinas. Entre 2002 y 2014, al menos 57 activistas fueron asesinados en Perú (más de la mitad en los últimos cuatro años). “La mayoría de estas muertes”, sostiene el informe, “tuvieron su origen en conflictos relacionados con proyectos de minería”. Otro informe[2], de finales de 2013, revela cómo operadores mineros suscribieron convenios con la Policía Nacional del Perú (PNP) “que atentan contra la independencia de las fuerzas de seguridad pública en una práctica similar al mercenarismo”.
Son decenas las mujeres heridas durante las movilizaciones, sobre todo por golpes. El caso de Lizeth no es aislado: en Cajamarca la policía ha golpeado a abogadas de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (Amparo Abanto) y a una abogada de la Defensoría del Pueblo (Genovena Gómez); en la zona de Tragadero Grande, Sorochuco, un contigente de la DINOES (Dirección de Operaciones Especiales) golpeó a todas las mujeres de la familia Chaupe (Máxima, Ysidora y Jhilda) en un proceso de desalojo de sus tierras cuando, en realidad, hasta hoy la empresa Minera Yanacocha no puede demostrar la posesión de las mismas. Jhilda, entonces menor de edad, fue golpeada brutalmente con un fusil AKM, quedando desmayada varias horas. Máxima y sus hijas fueron al médico legista[3], que emitió un certificado de constancia de los golpes, pero en la Comisaría de Sorochuco archivaron la denuncia.
Criminalización y denuncias
Las mujeres que participan en protestas han sido golpeadas e incluso vejadas sexualmente (como en el caso Majaz, en la zona de la sierra de Piura, al norte del Perú). Muchas de ellas son criminalizadas, pues tienen denuncias por diversos delitos, incluyendo extorsión agravada. El caso más conocido es el de Máxima Acuña de Chaupe, denunciada por el delito de usurpación agravada (la empresa Yanacocha los acusa de haber invadido sus tierras), pero hay muchos más. Rosa Sara Huamán, dirigente indígena de Cañaris, ha tenido más de diez denuncias, que fueron presentadas, además, ante los fiscales de Chiclayo y Jaén, a varias horas de camino de su domicilio.
Las campañas de difamación o demolición de honras forman parte de esta criminalización de la disidencia de una visión del desarrollo extractivista. Mirtha Vásquez, abogada de Máxima Chaupe y una de las directoras del Grupo de Formación e Intervención para el Desarrollo Sostenible (GRUFIDES), organización no gubernamental ambientalista de la zona de Cajamarca, es permanentemente acosada por la prensa regional. Su casa ha sufrido extrañas incursiones más de una vez, a pesar de que ella misma tiene medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Y yo misma, la que escribe este texto, soy difamada constantemente desde distintos medios de comunicación (como El Comercio, Correo y Perú21, entre otros) aduciendo que defiendo “terroristas” y que soy antiminera, ergo me opongo al “desarrollo del país”. Estos mismos medios justifican que me agredan, como cuando un individuo me escupió en una movilización.
Las amenazas contra las mujeres y sus hijos por parte de policías y autoridades son continuas en contextos de movilizaciones sociales y, a su vez, las resistencias de muchos dirigentes masculinos para que las mujeres participen con liderazgos reconocidos y aceptados oficialmente son el pan de cada día. A veces las mujeres son “usadas” como frente en las movilizaciones con la idea de que los policías las golpearían con mayor dificultad, lo que no es cierto; otras veces, se las carga más de actividades domésticas para que dejen de participar en movilizaciones. Asimismo, son las mujeres las que asumen la denuncia de los actos criminales de la policía con las dificultades de acceso a la justicia, al margen de los costos de traslados desde sus localidades y los problemas de expresarse en una lengua que no es la suya.
La fuerza para continuar
El 19 de setiembre de 2014, tras una misión en Perú, el Grupo de Trabajo del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas sobre Discriminación contra la Mujer en la Ley y en la Práctica, recogió en su declaración lo siguiente:
“A pesar de los beneficios económicos que han brindado las industrias extractivas al país, el impacto de estas industrias (…) tiene consecuencias sociales y ambientales devastadoras. (…) Se las priva de sus tierras y medios de subsistencia, agua potable y producción agrícola. (…) Las mujeres informan de que las niñas son objeto de violencia sexual por parte de algunos de los hombres que vienen a trabajar en las industrias, en particular en la región amazónica; ellas sufren tanto de violaciones en el camino a la escuela como la trata con fines de prostitución. La privación de sus tierras obliga a las mujeres a mudarse a las ciudades.
Hoy existe un desgaste en las mujeres comprometidas en las luchas, debido precisamente a los procesos traumáticos que deben enfrentar continuamente, así como a la supeditación de sus demandas (Máxima Chaupe sufre de permanentes migrañas, desmayos y entumecimiento de las piernas, por ejemplo).
A pesar de eso, son las mujeres las que se organizan para participar de la Cumbre de los Pueblos y articulan agendas entre organizaciones indígenas. Cuestionan, con ánimo constructivo, los marcos conceptuales de los encuentros feministas, las rondas campesinas o frentes de defensa. Con la fuerza que les permitió una resistencia de siglos, las mujeres indígenas nos enseñan a todas las latinoamericanas a decir: La tierra y las mujeres no somos territorios de conquista.
Rocío Silva Santisteban (Lima, 1963) es periodista y poeta y presidió la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos de Perú. Integra el Comité Asesor del Observatorio de los Derechos de la Naturaleza / Nature Rights Watch.
Publicado originalmente en Pueblos – Revista de Información y Debate, 2015.