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Los derechos de la Naturaleza en serio. Respuestas y aportes desde la ecología política.

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por Eduardo Gudynas – La nueva Constitución de Ecuador ofrece muchas novedades e innovaciones, y entre ellas se encuentra un claro “mandato” ecológico. En efecto, el texto constitucional que surgió de los debates constituyentes en Montecristi dejó en claro obligaciones referidas, entre otras cosas, derechos a un ambiente sano, derechos de la Naturaleza, conservación de la biodiversidad, a la evaluación del impacto ambiental, ordenamiento territorial, etc.

En ese amplio conjunto se destaca la impactante innovación de reconocer los derechos de la Naturaleza. Alrededor de esa idea se han generado debates, discusiones y aportes de todo tipo. Como contribución a esos diálogos, en las líneas que siguen, se recuerdan algunas de las tensiones y críticas recientes, para seguidamente ofrecer respuestas y fundamentaciones que refuerzan la validez de esos derechos. El análisis complementa, y en algunos casos amplía, un examen más detallado sobre la ecología política de la Constitución de Montecristi que se ofrece en Gudynas (2009). El abordaje no es jurídico, sino que se lo hace desde la ecología política.

Los derechos de la Naturaleza son mucho más que una mera adición ambientalista. Como se verá en las líneas que siguen, esos derechos implican un cambio radical en los conceptos de ambiente, el desarrollo y la justicia, entre otros. No siempre es fácil comprender las aristas que ofrece esta temática, y por lo tanto un examen detallado tanto en sus pretendidas limitaciones, como en algunas exageraciones, sirve para precisarlos. Aquí se sostiene que los derechos de la Naturaleza expresan un avance de enorme importancia, y que en un futuro estos estarán presentes en casi todas las Constituciones. Se insiste en que estos derechos deben ser tomados en serio, y cuando así se hace el ambiente debe ser valorado en sí mismo, en formas independientes de cualquier utilidad o beneficios para los seres humanos. Esto no abolirá los debates sobre cómo utilizar la Naturaleza, ni resolverá todas las discusiones políticas, sino que las colocará en nuevos escenarios, con nuevos argumentos y otros criterios de legitimidad y justicia.

I. El mandado de Montecristi

En el conjunto de componentes del “mandato ecológico” que emerge de la Constitución de 2008, se destacan los derechos de la Naturaleza. Estos son presentados en los artículos 71 y 72, y se complementan con indicaciones sobre su aplicación, precaución, restricciones, etc., contenidas en los artículos 73 y 74. Es necesario destacar tres componentes sustantivos en la presentación de los derechos de la Naturaleza, a saber:

El primero se refiere a la presentación de esos derechos. Se indica que la Naturaleza o Pachamama “tiene derecho a que se respete íntegramente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”. De esta manera, la Naturaleza deja de ser un agregado de objetos, y pasa a ser un sujeto de derechos. Con este reconocimiento, la Naturaleza queda dotada de valores que le son propios o valores intrínsecos.

El segundo aspecto es que la Naturaleza es presentada como una categoría plural y se la coloca en el mismo plano, como equivalente, al concepto de Pachamama. Con este paso se articula el concepto occidental de Naturaleza con el tradicional de origen andino de Pachamama. Esto es más que una simple ampliación multicultural, y abre las puertas a una concepción de entorno que es amplia y diversificada.

Finalmente, los derechos de la Naturaleza se refuerzan por medio del reconocimiento del derecho a la “restauración integral”. Este punto ha pasado desapercibido en varias ocasiones, pero es otra de las innovaciones impactantes del texto de Montecristi. La restauración es la recuperación de ecosistemas degradados o modificados a una condición similar o igual a su estado original silvestre, antes que se produjeran impactos de origen humano.

A partir de este brevísimo resumen, en las secciones que siguen se consideran algunas de las principales críticas y objeciones sobre estos derechos. Se responde a cada una de ellas fundamentando la validez e importancia de este paso. A su vez, se discuten algunas de las principales tensiones y contradicciones implicadas en reconocer a la Naturaleza como sujeto de derechos.

II. El debate sobre la fundamentación ecológica

Un primer conjunto de cuestionamientos a considerar, afirma que todavía no es necesario reconocer los derechos de la Naturaleza, en tanto la situación ambiental de América Latina en general, y la de Ecuador en particular, no es grave. De esta manera se apela a lo que podría calificarse como una “fundamentación ecológica”, que entiende que todavía se disponen de grandes áreas silvestres, enormes depósitos de recursos naturales y amplios márgenes de amortiguación en los ecosistemas. Por lo tanto todavía no es tiempo de preocuparse, y el reconocimiento de la Naturaleza sería algo así como un alarmismo exagerado. En la misma línea, se podría argumentar que tales derechos serían importantes en los países industrializados, pero no en el sur latinoamericano, donde todavía son posibles muchas formas de alcanzar un balance entre el desarrollo y la Naturaleza.

Frente a esta postura se debe responder con claridad que es equivocada. En realidad el deterioro ambiental en los países sudamericanos es grave, sigue en aumento, y las medidas que se intentan para impedirlo o compensar sus efectos, son insuficientes. La brecha de deterioro ambiental continúa aumentando año a año.

Comenzando por una perspectiva global, Ecuador aparece como el país con los peores indicadores ambientales relativos en América del Sur. Esos indicadores evalúan la situación ambiental en sectores claves frente a las capacidades ambientales o stocks de recursos naturales de cada país (por ejemplo, la deforestación actual en relación a los bosques y selvas del país; véase Bradshaw y colab., 2010, y CLAES, 2010). En ese indicador, el país con el peor registro es Singapur (primer puesto mundial en el impacto ambiental relativo), seguido por naciones como Corea y Qatar. Ecuador aparece en la ubicación 22, lo que significa la peor ubicación de un país sudamericano, y por encima de otros países como Perú (puesto 25), Venezuela (67) o Brasil (68). Esto se debe a aspectos como la pérdida de bosques naturales o el alto número de especies amenazadas.

Considerando un indicador de impacto ambiental absoluto (donde no se lo pondera contra los recursos naturales o capacidades ambientales disponibles), el país con la peor performance es Brasil, ocupando el puesto número uno a nivel mundial; es inmediatamente escoltado por Estados Unidos y China. El siguiente sudamericano en la lista es Perú, en el puesto mundial 10, mientras que Ecuador aparece en la ubicación 21 (que de todas maneras es muy alta para un ranking mundial).

En cuanto a la perspectiva nacional, el más reciente informe sobre el estado del ambiente, GEO Ecuador (Fontaine et al. 2008), también ilustra la gravedad de la situación ambiental en varios aspectos. A manera de ejemplo se pueden mencionar la pérdida de biodiversidad (reducción de áreas silvestres y su fragmentación), deterioro de los bosques nativos, diversos problemas de contaminación (como son los manejos inadecuados de residuos en las ciudades, deficiente gestión de las sustancias peligrosas, etc.), un orden institucional débil, etc. Algunos de estos problemas han sido ampliamente destacados a nivel internacional, como sucede con la contaminación petrolera en la Amazonia.

De esta manera, sea desde la mirada global como nacional, el viejo sueño de un posible “balance” entre la protección de ambientes naturales y los usos productivos convencionales se ha roto. Por lo tanto, el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza sea en Ecuador, como en los demás países sudamericanos, es necesario y urgente. Si se toman en serio los actuales datos sobre los impactos ambientales, se debe acordar en la necesidad de dar nuevos pasos para proteger el ambiente, ya que las medidas convencionales no están funcionando. Es necesario dar un salto cualitativo a un abordaje renovador, y los derechos de la Naturaleza son la mejor opción.

III. La Naturaleza como “sujeto” y los valores intrínsecos

El reconocimiento de los derechos de la Naturaleza/Pachamama implica que ésta posee valores que le son propios, independientes de las valoraciones que le adjudican las personas. Ese reconocimiento hace que el ambiente deje de ser un objeto (o un conjunto de objetos), que sirve como medio para fines humanos, y para volverse un sujeto.

Esta posición ha sido criticada varias veces, comenzando por quienes rechazan la idea de valores propios en la Naturaleza. Ese cuestionamiento, promovido por un amplio abanico
de actores, desde académicos a políticos, se expresa en rechazos o incomodidades con una Naturaleza que termina siendo un “sujeto” de derechos, tal como acontece con las personas. Algunos niegan esta postura, e incluso se resisten a proteger el entorno. Otros, si bien consideran que sólo los humanos pueden ser sujeto de valor, están de acuerdo en extender sus responsabilidades al ambiente. En este caso, la Naturaleza debería ser protegida no porque sea un sujeto, sino porque es lo correcto; es la extensión de una compasión moral hacia el entorno. Pasemos entonces a considerar estos cuestionamientos
y ofrecer algunas respuestas.

Cuando se reconocen los derechos de la Naturaleza, se están admitiendo valores propios o intrínsecos en ella. Tanto estos derechos como los valores propios son aspectos, a mi juicio, inseparables. Los valores intrínsecos reciben esa denominación en tanto son independientes de la valoración que otorgan los seres humanos. Por lo tanto, si se toman los derechos de la Naturaleza en serio, ésta debe estar revestida de valores intrínsecos, sea en su conjunto o en sus elementos constitutivos, como las plantas, animales y ecosistemas.

La defensa de esta postura ha tenido antecedentes que han alcanzado puntos altos pero también bajos. Ha aparecido de tanto en tanto, defendidas en unos casos por científicos e intelectuales, y en otros por escritores o militantes. Posiblemente uno de sus antecedentes más conocidos fuese la “ética de la tierra” de Aldo Leopold, propuesta a mediados del siglo XX. Sin embargo, sus posturas tuvieron poco eco, hasta que a fines de la década de 1970, fueron retomadas por el movimiento de la “ecología profunda”, liderado por el filósofo noruego Arne Naess (una selección de sus escritos está disponible en Dregson y Devall, 2008). En aquellos años floreció un amplio debate sobre los valores intrínsecos que sumaron a otros autores, destacándose los aportes de J. Callicott (por ejemplo, 1989). La nueva Constitución de Montecristi está en consonancia con muchos de estos aportes, y aunque en buena medida fue redactada en forma independiente de los más conocidos “ecólogos profundos”, son evidentes los estrechos paralelismos.

Existen diversas maneras de entender el concepto de valor intrínseco, tal como indica O’Neill (1993), y que fue resumido en Gudynas (2009). Ampliando esa argumentación, es posible reconocer tres abordajes:

1. Entendido como sinónimo de valor no-instrumental. Mientras un objeto tiene un valor instrumental cuando es un medio para un fin de otro, en este caso el valor instrumental sería poseer un fin en sí mismo. En esta categoría se encuentra uno de los preceptos básicos de la “ecología profunda”, donde se sostiene que “el bienestar y el florecimiento de la Vida
humana y no-humana en la tierra tiene valor en sí mismo (sinónimos: valor intrínseco, valor inherente)”, y se agrega que estos valores “son independientes de la utilidad del mundo no-humano para los propósitos humanos” (Naess y Sessions, 1985).

2. Entendido en referencia al valor que un objeto tiene únicamente en virtud de sus propiedades intrínsecas. Se refiere a los atributos que posee un objeto, y en qué grado lo posee, y donde esas propiedades son independientes de relaciones con el entorno u otros objetos (propiedades norelacionales).

3. Entendido como un sinónimo de “valor objetivo”, donde representa los valores que tiene un objeto independientemente de las evaluaciones que hagan evaluadores. Es una categoría que se coloca por fuera del subjetivismo, y donde se acepta que existen valores objetivos, propios de cada objeto.

Estos tres abordajes aparecen muchas veces confundidos y superpuestos, como acertadamente indica O’Neill (1993). El texto constitucional ecuatoriano podría ser interpretado en un sentido o en otro. Por ejemplo, algunos podrán insistir en que el mandato de respeto integral de la Naturaleza alude a sus valores independientes de los posibles usos o fines humanos, correspondiendo a la primera opción. Pero también se puede invocar la segunda definición a partir de la referencia constitucional a las propiedades inherentes de los ecosistemas, tales como los ciclos vitales y los procesos evolutivos. Finalmente, la tercera opción también podría ser contemplada, aunque es un caso con mayores dificultades debido a que el texto constitucional otorga la misma jerarquía a la Pachamama, un concepto que se construye explícitamente desde el subjetivismo de los sujetos (no es posible bajo la Pachamama intentar descubrir valoraciones objetivas ya que en parte se disuelve la dicotomía entre ambiente y sociedad).

Por lo tanto, puede convenirse que entre los posibles abordajes de la idea de valor intrínseco, la opción de valor no-instrumental en primer lugar, y la que descansa en las propiedades intrínsecas en segundo lugar, son las que posiblemente se ajustan mejor al mandato constitucional. De esta manera, estos derechos reconocen atributos en la Naturaleza independientes de los seres humanos y que permanecen aún en ausencia de éstos. Parafraseando a los ecólogos profundos, en un mundo sin personas, las plantas y animales continuarán con su marcha evolutiva y estarán inmersos en sus contextos ecológicos, y esa manifestación de la vida es un valor en sí mismo. Sea en los seres vivos o en los ecosistemas, estos valores inherentes son independientes de cualquier conciencia, interés o reconocimiento de los humanos (Naess y Sessions, 1985). Esta perspectiva, y en especial debido a que defiende a la vida como un valor en sí mismo, es también conocida como biocentrismo (sobre este punto se regresará más abajo).

Los rechazos a estos valores se basan en sostener que solamente los seres humanos, en tanto individuos cognoscentes, volitivos y racionales, pueden generan valores. La valoración es un acto únicamente humano. Por lo tanto, la idea de valores propios no tendría sentido, ya que para reconocer valores tendrían que estar presentes humanos que los otorguen. Allí donde no existan humanos, no existirían valores.

Existen varias respuestas a esas objeciones. La más sencilla es centrarse en la definición de valor intrínseco como valor no instrumental para los fines humanos. Por lo tanto, no se intenta caracterizar ese valor, ni precisarlo detalladamente, ya que cualquier movimiento en esa dirección nos lleva de regreso a las interpretaciones humanas. Es suficiente reconocer que en el ambiente se encuentran valores inherentes a los seres vivos y los ecosistemas. Esta postura tiene otra ventaja: permite incorporar con mucha comodidad a diferentes cosmovisiones indígenas, donde se reconocen valores propios en el ambiente, e incluso se considera que otros seres vivos son agentes morales y políticos análogos a los seres humanos.

Dando un paso más en la discusión, en general se reconoce que la ponderación de los valores siempre parte desde las personas y discurre en mediaciones humanas. Son antropogénicas, en el sentido de originarse en los seres humanos, pero esto no quiere decir que sean antropocéntricas, en el sentido de aceptar únicamente valores instrumentales al ser humano (el contenido del antropocentrismo se precisará más abajo). Atendiendo a este hecho, en ética ambiental, autores como Callicott (1989), diferencian entre el locus del valor, que puede estar en objetos, plantas, animales, o las personas, y la fuente de la valoración que está en el ser humano. Diversos aspectos en esta postura vienen siendo debatidos desde hace años, pero esos detalles no hacen a la esencia de lo que se trata en el presente capítulo (véase, por ejemplo, los ensayos de B. Norton y H. Rolston III, y otros en Ouderkik y Hill, 2002).

Es más, la defensa de los valores intrínsecos puede superponerse con quienes afirman que los demás seres vivos se valoran a sí mismos, aunque lo hacen dentro de sus capacidades cognitivas y sintientes, y por lo tanto de manera distinta a las que empleamos los humanos. No tiene mucho sentido intentar concebirse a sí mismo como un cóndor de los Andes, sino que basta saber que esta ave tiene cierta forma de entenderse y concebirse a sí misma.

Sea por una vía a por otra, parece claro que el mandato ecológico de Montecristi no exige descifrar ni elaborar las posibles propiedades intrínsecas en la Naturaleza, ni entender cómo se conciben a sí mismos los demás seres vivos. Su objetivo no está tanto sobre las disquisiciones académicas sobre los posibles contenidos de esos valores, sino en reconocer que esos valores propios existen, y que desde allí se fundamentan derechos que desembocan condiciones y obligaciones que nos obligan a nosotros, los humanos.

Apelando a una imagen conocida, podría decirse que así como se defiende el bien común entre los seres humanos, donde se busca el bienestar incluso de aquellos que no conocemos y sobre cuyas particularidades intrínsecas nada sabemos, se debe dar un paso más y construir un bien común con la Naturaleza. De esta manera, si esos derechos son tomados en serio, se generan nuevas obligaciones con el ambiente.

Cambian las justificaciones y desencadenantes de las medidas ambientales, y ya no será imprescindible demostrar que un impacto ambiental dañará la propiedad de unas personas, afectará la salud de otras, o que impactará en la economía, como justificación para actuar. Asimismo, tampoco se dependerá de convencer a políticos y empresarios sobre la pérdida inminente de un lugar hermoso o sobre la posible extinción de una especie insignia. Estos y otros desencadenantes seguirán presentes y tendrán sus papeles para desempeñar. Pero el cambio hacia los derechos de la Naturaleza es que se podrá invocar la protección de las especies y los ecosistemas aún en los casos donde ninguno de estos aspectos esté en juego. Se podrá demandar la protección de sitios cuya desaparición no involucren recursos de valor económico, especies hermosas o la propiedad de individuos o empresas.

En este punto es importante advertir que el reconocimiento de los valores intrínsecos y de los derechos de la Naturaleza, no niega ni altera los contenidos referidos a los derechos ciudadanos a un ambiente sano, listados en la Constitución de Montecristi (los clásicos derechos humanos de tercera generación). Los dos abordajes de derechos sobre el ambiente son válidos, y es una buena cosa que se los mantuviera y se los articulara entre sí. Tan sólo es necesario tener presente que estos derechos clásicos a un ambiente sano tienen su foco en las personas: son derechos humanos, donde se cuida de la Naturaleza en tanto esto puede afectar a las personas, y no por los valores propios de ésta.

IV. Utilidad y valor económico

En la actualidad, muchas campañas de conservación se basan en criterios ecológicos o estéticos, pero la enorme mayoría apela a demostrar la utilidad de los recursos naturales, y por lo tanto son utilitaristas (en muchos casos referida a los valores económicos). Se defienden ciertos sitios o especies invocando su utilidad económica, como sucede con los llamados a proteger variedades nativas de plantas o cuencas altas de los ríos. En estos casos la Naturaleza es defendida porque hay una utilidad para los humanos. Siguiendo con los mismos ejemplos, unos buscan que el germoplasma deriva en semillas que puedan ser comercializadas, y otros esperan cobrar el agua para riego o consumo.

No quiero decir que esta perspectiva utilitarista y economicista deba ser rechazada en todos los casos, y admito que puede desempeñar cierto papel bajo circunstancias precisas. Pero lo que deseo subrayar es que es profundamente incompleta. En el ejemplo inicial, no se está protegiendo a las plantas por su propio valor como especies vegetales, ni se protege al arroyo por su valor como ecosistema con su fauna y flora. Por el contrario, el criterio de
protección se fundamenta en demostrar que habrá una utilidad para el ser humano, y mejor
aún si ella se puede contabilizar desde el punto de vista económico (por ejemplo, el precio de un recurso natural). Es una perspectiva que se encierra dentro de unos límites de hierro dados por una valoración en función de la utilidad o beneficio personal.

La prevalencia de esta postura puede explicarse por varios factores. Por un lado, se debe a la actual preeminencia de la valoración económica, como nueva expresión del utilitarismo clásico. Por otro lado, parte del movi miento ambientalista lamentablemente tiene su cuota de responsabilidad por esta situación, ya que partiendo de una preocupación compartible como es la de demostrar que la conservación también sirve a las economías nacionales, terminaron por perder el rumbo. Muchos se obsesionaron con esa perspectiva economicista y buscan valoraciones económicas en cada especie o en cada rincón de los ecosistemas. Como hay muchos que sólo entienden el lenguaje del dinero, sólo se habla del valor económico (por ejemplo, disponibilidad a pagar o a aceptar indemnizaciones), y con ellos se renuncia a las demás dimensiones para valorar la Naturaleza.

Esta posición se ha extendido en todo el planeta, y una de sus expresiones actuales más conocidas son la “green economy” de agencias de Naciones Unidas, la obsesión por el pago por bienes y servicios ambientales, y los mercados de carbono. Por lo tanto, la protección del ambiente queda rehén de un criterio de valoración económica, y como éstos son por excelencias posturas utilitaristas e instrumentales, ya no hay lugar para los valores propios.

En cambio, si se toman en serio los derechos de la Naturaleza, aparecen los valores propios,
pero además se rompen las cadenas de una valoración exclusivamente económica. En efecto, vuelven a emerger como posibles otras dimensiones de la valoración tales como la ecológica, estética, religiosa, cultural, etc. Los derechos de la Naturaleza no implican imponer una única escala de valoración, sino que obliga a reconocerlas como múltiples y diversas.

De esta manera, debe quedar en claro que el aceptar los valores intrínsecos no implica imponer una escala de valor sobre otras, tal como sucede con el precio. Este es un efecto que podríamos llamar paradojal de los derechos de la Naturaleza: obliga a pluralizar las dimensiones de valor. De esa manera, algunos podrán valuar un árbol a partir del beneficio económico que esperan obtener de su madera, pero otros lo podrán ponderar como especie viva, y para algunos será un espíritu del bosque.

V. El caso de las especies inútiles y feas

Es importante apelar a otro abordaje sobre el mismo asunto, para enfatizar la radicalidad que encierran los derechos de la Naturaleza. Como se adelantaba arriba, muchas de las campañas actuales para proteger la Naturaleza se basan en demostrar la utilidad de algunos recursos o ecosistemas, su potencial económico, y en algunos casos, su valor estético. En este último caso, se utilizan especies insignias, como el oso andino o el cóndor de los Andes, o de ecosistemas, con paisajes de belleza singular. Las campañas de publicidad exhiben fotos impactantes que refuerzan esa belleza. Pero una vez más el acento está en las personas, ya que es la valoración estética de los humanos la que está en juego.

De esta manera, buena parte de la conservación tradicional se basa en las valoraciones que los humanos manejan de utilidad o belleza. Pero qué sucede entonces con las especies que son “inútiles”, donde por ejemplo no se conocen posibles utilidades económicas como productos farmacéuticos o por su germoplasma, sea en el presente como en el futuro. De la misma manera, qué sucede con especies que son feas o desagradables, como pueden ser cucarachas endémicas de una serranía o gusanos planos de un arroyo. En el primer caso la justificación económica usual se queda sin sustento, y en el segundo no se pueden encaminar campañas publicitarias. Otro tanto se repite en el caso de los ecosistemas.

Es más, algunos ecosistemas que poseen baja biodiversidad quedan fuera de las lista de prioridad de las medidas de conservación, y por lo tanto allí se llevan a cabo emprendimientos con intensos impactos ambientales. Esta situación es muy clara por ejemplo en ambientes áridos y semi-áridos, y como carecen de especies llamativas o no tienen clara utilidad económica, se imponen los proyectos extractivistas.

Pero si se toman en serio los derechos de la Naturaleza, todas las especies deben ser protegidas, independientemente de si son hermosas, o si tienen utilidad real o potencial. Se debe asegurar la conservación incluso de especies que nos resulten feas y desagradables, o de otras que pueden ser completamente inútiles para los fines humanos. Todas ellas tienen el derecho a proseguir sus procesos ecológicos y evolutivos.

Este problema es más común de lo que se asume. Por ejemplo, poco tiempo atrás, el entonces presidente de Brasil Lula da Silva, defendía la construcción de represas en la Amazonia por su utilidad económica y productiva, y se burlaba de quienes defendían los “bagres” (peces de fondo de río) [1].

Es mucho más sencillo intentar salvar a especies como el cóndor de los Andes, pero resulta que será mucho más difícil hacer campañas para proteger, por ejemplo, cucarachas endémicas de la Amazonia. Pero es justamente en este plano donde queda en evidencia la radicalidad y profundidad de la asignación de los derechos de la Naturaleza, ya que obliga a tomar medidas de protección para todos los seres vivos.

VI. Biocentrismo y antropocentrismo

Llegados a este punto es conveniente abordar un aspecto mencionado en una sección anterior: los derechos de la Naturaleza por su defensa de los valores intrínsecos, y en especial al considerar la vida, sea humana como nohumana, es un valor en sí mismo, es denominado biocentrismo. Esta es una visión muy distinta de la actual, la que denominaremos antropocentrismo. Este término no se usa para indicar que las valoraciones son realizables únicamente por el ser humano (tal como se analizó arriba, y para lo cual se utilizó el rótulo antropogénico). En cambio, el antropocentrismo hace referencia a un modo de ser en el mundo; es un concepto más amplio que expresa las relaciones que discurren entre las personas y de éstas con la Naturaleza. Bajo el antropocentrismo todas las medidas y valoraciones parten del ser humano, y los demás objetos y seres son medios para sus fines. Es una postura profundamente cartesiana, desde la cual se construyó la dualidad que separa la Naturaleza de la Sociedad. Por lo tanto la Naturaleza sólo puede ser un objeto, y las valoraciones descansan en el beneficio humano, la instrumentalización y manipulación del entorno. Bajo esta perspectiva no pueden existir los valores propios y no se acepta a la Naturaleza como sujeto de derechos.

El antropocentrismo tiene un viejo origen en el Renacimento europeo, y llega a nuestros días, convertido en uno de los cimientos de las ideas actuales de desarrollo, donde se apela a la dominación y aprovechamiento intensivo de la Naturaleza. Avanza de la mano con un optimismo científico-tecnológico en la gestión del ambiente, donde la Naturaleza es subdividida en recursos y hasta genes que pueden ser manipulados, aprovechados, patentados y vendidos. Esa base cultural aparece y reaparece continuamente, y posiblemente el presidente Rafael Correa ofreció un testimonio dramático al respecto. Al tiempo de la sequía de fines de 2009, sostuvo que si la “Naturaleza se opone a la revolución
ciudadana, lucharemos y juntos la venceremos”.

Es evidente que el biocentrismo de los derechos de la Naturaleza pone en cuestión a este antropocentrismo. Aquí se encuentra otro frente de tensiones generados por los derechos de la Naturaleza, ya que no están acotados a un nuevo ejercicio en políticas ambientales o jurisprudencia verde, sino que ponen en discusión uno de los pilares de la Modernidad de origen europeo. Y es justamente por ello que despierta tantas resistencias.

VII. ¿Naturaleza intocada o desarrollo sostenible?

Otras críticas a los derechos de la Naturaleza se basan en exagerarlos para denunciar que terminarán imponiendo prohibiciones sobre el uso de los recursos naturales. Algunos agitan el fantasma que los derechos de la Naturaleza significa prohibir aprovechar el ambiente y por ello terminaríamos en una pobreza.

Esta es una posición equivocada. Los derechos de la Naturaleza reconocen que cada especie debe aprovechar su entorno para llevar adelante sus procesos vitales, y lo mismo se aplica al ser humano. Es más, la ecología profunda siempre ha defendido entre sus postulados centrales el uso de la Naturaleza para asegurar la calidad de vida de las personas y erradicar la pobreza. Por lo tanto, no se impide, por ejemplo, continuar con la agricultura o la ganadería.

Pero sí es cierto que si los derechos de la Naturaleza se toman en serio, surgen nuevas condiciones de viabilidad a ese aprovechamiento, en tanto éste debe ser realizado de manera que no se destruyan ecosistemas o se extingan especies. Por lo tanto, es necesario discutir vías de sustentabilidad en el desarrollo.

¿Por qué se puede aprovechar la Naturaleza aún si ésta tiene derechos propios? Esto se debe a que la perspectiva no está enfocada en individuos, sino en las “especies” o “ecosistemas”. Su preocupa ción es la sobrevida de las poblaciones y la integridad de los ecosistemas, con lo cual se permite el uso de los recursos naturales, mientras persistan poblaciones que sean ecológica y evolutivamente viables. Es posible utilizar sosteniblemente los recursos naturales y aprovechar los ecosistemas ajustándonos a los propios ritmos de la Naturaleza, a las tasas de reproducción de las poblaciones, o a las capacidades de los ecosistemas de enfrentar y amortiguar los impactos humanos.

Se apunta a alternativas al desarrollo que se adaptan y ajustan a la Naturaleza, y no a la inversa, donde se le imponen profundas modificaciones. Este abordaje es posible en el marco del texto constitucional de Montecristi en tanto se articula con las secciones dedicadas al Buen Vivir y el régimen de desarrollo.

VIII. Concepciones de la Naturaleza y el desarrollo

Siguiendo esta línea, los derechos de la Naturaleza ofrecidos en Montecristi también implican cambios en nuestras ideas sobre la Naturaleza. Es importante tener presente que el concepto de “Naturaleza” es una creación social, un producto cultural en su más amplio sentido, y que ha sido moldeado desde el Renacimiento. La llegada de los conquistadores europeos impuso diversas concepciones, y entre ellas sus propias ideas del entorno como una Naturaleza que podía ser dominada y manipulada, y cuya riqueza debía asegurar el progreso.

La postura antropocéntrica nos ofrece una Naturaleza separada del ser humano, que puede ser desmembrada en sus partes, ya que es una colección de entidades y flujos, y cuyos recursos deben ser aprovechados para alimentar el crecimiento económico.

A su vez, esta idea de la Naturaleza fue construida y moldeada en forma simultánea con las concepciones sobre el progreso, y más recientemente con los modelos sobre el desarrollo. El aprovechamiento de los recursos naturales solo es posible si la Naturaleza está más allá de nosotros (dualismo), si puede ser fragmentada en sus componentes, dominada y convertida
en “recursos”. En forma muy resumida, puede decirse que las ideas sobre el progreso y el desarrollo implican una cierta concepción de la Naturaleza, y a su vez, las ideas de la Naturaleza solo permiten un tipo de desarrollo. Unos y otros se determinan dialécticamente.

Los derechos de la Naturaleza de Ecuador no sólo generan un cambio sustancial al indicar que ese ambiente ya no es más un conjunto de objetos, sino que también abre las puertas a pensar otras conceptualizaciones sobre el ambiente. Esto ocurre en dos niveles: el uso de la palabra Naturaleza permite un abordaje plural sin fragmentarla en recursos naturales, y muy especialmente por equiparación con la idea tradicional y andina de Pachamama [2].

Si se toman los derechos de la Naturaleza en serio, las aproximaciones clásicas de origen europeo no son suficientes. Están atadas a una mirada antropocéntrica que llevan la semilla de la dominación y la manipulación. Es necesario incorporar abordajes más abiertos, como el de la Pachamama, abiertos a diferentes redes de relacionalidad entre humanos, otros seres vivos y los objetos inanimados. De esta manera, aunque los derechos de la Naturaleza podría decirse que es un asunto esencialmente ambiental, hace que necesariamente se deba incorporar una apertura multicultural, ya que otras culturas conciben sus “naturalezas” o “pachamamas” de otras maneras.

IX. Pachamama como expresión plural

Una concepción distinta de la Naturaleza es la Pachamama, tal como se la reconoce en el texto de Montecristi. Este término está anclado en los saberes tradicionales y además tiene una
clara filiación andina. Por lo tanto, encierra diversos significados y usos, cambiando no sólo entre grupos humanos, sino entre distintos sitios.

Desde un punto de vista mucho más general, el término Pachamama es usado con frecuencia para aludir a una relación distinta con la Naturaleza, rompiendo con el antropocentrismo
de origen europeo, y apuntando a un tipo de vínculo igualitario con el ambiente. Esto ofrece enormes potencialidades para generar una visión alterna del ambiente donde los seres humanos no están separados, sino que están inmersos dentro de ella. En especial es posible dar cabida a concepciones de ser en el mundo que no son dualistas (donde se separa sociedad y Naturaleza), y que en cambio son relacionales (donde por ejemplo, otros seres vivos pueden ser parte de una comunidad “social”). De esta manera, si como se desprende de la sección anterior es necesario contar con otra idea de la Naturaleza para permitir otro desarrollo, entonces el concepto de Pachamama brinda una excelente oportunidad para ese fin. Pero de todos modos es necesario advertir que el uso de la palabra Pachamama antes que obligar a imponer una mirada quichua o aymara, debería ser entendida como una apertura mucho más amplia, que permitiera incorporar conceptos provenientes desde varias vertientes.

En un plano existen diferencias en la forma de interpretar la Pachamama, en lo que podríamos calificar como una diversidad “antropológica”. No siempre se la usa en el mismo sentido por ejemplo entre Ecuador, Perú y Bolivia, y aún dentro de esos países (véase por ejemplo las precisiones de Caparó, 1994; Estermann, 2006; y los ensayos en van den Berg y Schiffers, 1992). Pero también debe atenderse otro plano, permitiendo la articulación y expresión de las posturas de otros pueblos andinos y amazónicos, e incluso de las hibridizaciones culturales criollas.

La incorporación de la Pachamama no resuelve todos los problemas. Consideremos un caso común: repetidamente se usa la expresión Pachamama como sinónimo de Madre Tierra. Si ella es “mi madre”, ¿hasta dónde puedo modificarla, alterarla y aprovecharla? La respuesta no es sencilla. Por lo tanto, usar la palabra Pachamama no resuelve los problemas, y persiste la necesidad de contemplar sus derechos, y establecer modos de uso del ambiente que no desemboquen en su destrucción (regresamos al desarrollo sostenible, tal como se indicó arriba).

Tengamos presente que las expresiones de Pachamama están ancladas por lo general en paisajes humanizados, pero mucho menos en zonas intocadas o silvestres. Esto es totalmente comprensible en el espacio andino, donde las relaciones entre los grupos humanos y el ambiente están mediadas particularmente por la agricultura, y ello significa finas, aunque intensas, intervenciones en la tierra, sistemas de riego, construcción de terrazas, erradicación de malezas, etc. Es un paisaje moldeado por actividades humanas, agrícolas y ganaderas.

Por otra parte, las valoraciones expresadas por los pueblos amazónicos son diferentes a la de las culturas andinas. Al estar asentados en ecosistemas de selva tropical y bajo otros marcos culturales, la vivencia amazónica es de una Naturaleza mucho menos intervenida, más silvestre, y con menor impacto humano.

Por lo tanto, si se toman los derechos de la Naturaleza en serio, la incorporación de la Pachamama abre las puertas a una multiculturalidad real, que refuerza el reconocimiento de los valores intrínsecos. En algunos casos esas culturas encierran prácticas con menores impactos ambientales y más sostenibles en el largo plazo. Pero esto no siempre ocurre, y por lo tanto vuelve a ser necesario tener presente la necesidad de asegurar aprovechamientos sostenibles del ambiente.

Asimismo, si se incorporan distintas “Pachamamas” en plural, junto a otras concepciones del entorno, nos adentramos en un relativismo cultural, que de todas maneras debe ser discutido y sopesado para encausarlo en acuerdos compartidos sobre la protección de los demás seres vivos. Nos encontraremos ante concepciones kichwas, shuar, ashuar, etc., y cada una de ellas no solo define el ambiente de una manera, sino que posee sus propias particularidades sobre los usos correctos y aceptados. En el pasado toda esa diversidad desaparecía bajo las ideas occidentales, mientras que en la actualidad, esta vertiente multicultural de los derechos de la Naturaleza permite que se expresen. Pero no implica que una sea necesariamente mejor que otra, sino que es necesario discutir y construir los acuerdos, enfocándolos en la conservación de los demás seres vivos. Cada tradición cultural tendrá mucho para aportar, pero seguramente también serán necesarios cambios en ellas.

X. Iguales y diferentes en la Pachamama

En los últimos meses han surgido posturas sobre los derechos de la Pachamama o Madre Tierra que llegan a algunos extremos que deben analizarse. El caso más evidente ocurre en Bolivia, con el intelectual indígena, David Choquehuanca, actualmente ministro de relaciones exteriores, el presidente Evo Morales, y otras personas del gobierno.

Puede tomarse como punto de referencia estas posturas las siguientes declaraciones de Choquehuanca: “Para nosotros, los indígenas, lo más importante es la vida, el hombre está en el último lugar, para nosotros lo más importante son los cerros, nuestros ríos, nuestro aire. En primer lugar, están las mariposas, las hormigas, están las estrellas, nuestros cerros y en último lugar está el hombre” [3].

Un examen apresurado podría llevar a pensar que esa es una posición biocéntrica, a tono con los derechos de la Naturaleza. Pero en realidad, como se coloca a la hormiga por encima de las personas, se cae en sentido estricto en una desigualdad entre los seres vivos. Enfrentamos una posición donde algunas especies nohumanas valdrían más que las personas. Esta no es una postura biocéntrica, ni tiene que ver con los derechos de la Naturaleza, en tanto éstos asignan derechos a todas las formas de vida, pero no dicen que unas especies estén por encima de otras. Los pro blemas con la postura de Choquehuanca son fenome nales: ¿cuál sería la ética ambiental que sostiene que los seres nohumanos valen más que nosotros? También se dejan abiertas muchas dudas sobre cómo se construyen esas jerarquías (¿cuál es la escala donde uno vale más que otro?).

Choquehuanca ha reforzado su particular interpretación al afirmar que será “más importante hablar sobre los derechos de la madre tierra que hablar sobre los derechos humanos” [4]. Pero ni siquiera los defensores de los derechos de los animales (o de la llamada “liberación animal”), apoyarían esa postura.

Podría sostenerse que en realidad Choquehuanca está apuntando a una igualdad esencial entre todas las especies, donde todas valdrían lo mismo. Tiempo atrás, algunos intelectuales y militantes radicales llevaron una postura de ese tipo a un extremo, defendiendo por ejemplo virus o bacterias, y no se podría combatir por ejemplo las enfermedades infecciosas. Pero esa posición nunca fructificó y siempre fue minoritaria; agrego que no conozco que esas posiciones individuales cristalizaran una corriente de pensamiento que sostuviera que vale más una hormiga o un virus que una persona.

Los defensores del biocentrismo, si bien reconocen los valores propios de la Naturaleza y de todas las formas de vida, no afirman que unos valen más que otros, y reconocen que las especies no son iguales entre sí, y no es lo mismo una persona que una hormiga. El sentido que le dan a la idea de igualdad se refiere a que todas las especies son “iguales en sus derechos a vivir y florecer y alcanzar sus propias formas de desplegarse y auto-realizarse….” (Devall y Sessions, 1985). Una vez más, no es innecesario agregar que tal como ya se indicó, en esta perspectiva el ser humano puede utilizar la Naturaleza para satisfacer sus necesidades vitales, de donde no puede imponerse que unas especies son “más importantes”, o que los derechos de la Naturaleza están por encima de los derechos humanos.

Estas tensiones se vuelven todavía más complejas en Bolivia, ya que en su reforma constitucional no se han incluido los derechos de la Naturaleza. En efecto, su nuevo texto constitucional se mantiene dentro de la visión tradicional donde el ambiente aparece entre los derechos humanos de tercera generación, como derechos a un ambiente sano. A su vez, también se incluyen varios artículos donde se establece que es un mandato del Estado la industrialización de los recursos naturales (por ejemplo, arts. 9 y 355), lo que genera enormes tensiones. Se contraponen esos objetivos de aprovechar los recursos naturales por un lado, con la preservación ambiental por el otro. Se puede llegar al caso donde la protección de un área ecológica frente a los intentos de explotación petrolera, podría ser inconstitucional. Y como la Constitución boliviana carece de una sección dedicada a los derechos de la Naturaleza, no puede resolver de manera sencilla esa contraposición.

En cambio, si tales derechos existieran se podrían invocar los valores propios de esa área ecológica frente a las utilidades petroleras. Este ejemplo deja en claro la importancia de contar con
derechos de la Naturaleza explícitamente reconocidos [5].

La postura de Choquehuanca encuentra otra dificultad en la práctica, ya que si algunos seres vivos como las hormigas están por encima del ser humano, se llegaría a un preservacionismo radical de la Naturaleza. Casi todo un país debería ser declarado un área protegida intangible, se deberían suspender todas las concesiones mineras y forestales, cerrar los pozos de petróleo y abando nar las áreas agrícolas. Es bien conocido que esto no sucede en ese país, y que por el contrario la administración Morales está promoviendo por ejemplo el extractivismo minero y petrolero, con sus consecuencias ambientales y sociales.

Este extremo de Naturaleza intocada también podría estar en contradicción con la propia idea de Pachamama. En efecto, en casi todas las formulaciones de ese concepto no se alude a ambientes intocados, sino que es una Naturaleza con humanos, y humanos que son parte de ella. Aquí aparece el riesgo de la banalización, pero desde otro frente: algunos podrían seguir destruyendo la Madre Tierra aunque repitiendo las ceremonias de la ch’alla, donde se da las gracias o se le retribuye a la Naturaleza por los bienes que se recibe de ella. Dicho de otro modo, como en la cosmovisión andina se transforma el ambiente, esa ceremonia es para pedirle perdón o retribuirle por esos cambios, pero no para impedirlos. Entonces, una banalización que escapa al mandato de los derechos de la Naturaleza, sería aprobar proyectos mineros y petroleros, con una clara des trucción de la Naturaleza, pero bastaría pedirle “perdón” a la Pachamama para justificarlos. Es claro que esa postura es insostenible, no asegura ninguna protección efectiva de las especies vivas, y termina siendo contraproducente hasta para los propios pueblos indígenas, en tanto convierte al espíritu de la Pachamama en un mero slogan.

Por lo tanto, se concluye que si se toman los derechos de la Naturaleza en serio, posiciones extremas como las de Choquehuanca carecen de sustento, y sus efectos en algunos casos pueden ser contraproducentes. Ese camino no es aconsejable en Ecuador.

XI. Otra justicia para los derechos de la Naturaleza

Siempre que se aborde el campo de los derechos, se deberá llegar a considerar las cuestiones de la justicia. Bajo la postura clásica de los derechos humanos a un ambiente sano se acepta que están cubiertos por la llamada justicia ambiental. Esto se aplica a casos tales como los daños a la salud de las personas por la contaminación, o los reclamos de un propietario cuando arrojan basura en su predio (no se discutirá el grado de oficia de ésta en América Latina).

La justicia ambiental parte de un conjunto de derechos humanos atendiendo a cómo son afectadas las personas. La comunidad de la justicia son los humanos, y éstos discuten sobre lo justo o injusto en cuanto a la situación ambiental. Es por lo tanto una postura acorde con una Naturaleza objeto de derechos, donde el acento está puesto en los asuntos humanos. Pero si se toman los derechos de la Naturaleza en serio es necesario contar con otro campo de la justicia. Esta es la justicia ecológica y se enfoca en una Naturaleza que es sujeto. Su énfasis está en asegurar la sobrevida e integridad de la Naturaleza y la restauración de los ecosistemas dañados. Esta es distinta y discurre en paralelo a la justicia ambiental.

Los procedimientos de reparación, restitución o compensación entre humanos son propios de la justicia ambiental y no necesariamente contemplan a la justicia ecológica. Por ejemplo, cuando se contamina el predio de una persona, es común que se le pague una indemnización o se le imponga una multa. Pero esos pagos en dinero no implican la restauración o remediación del daño ambiental.

En cambio, la justicia ecológica atiende los derechos de la Naturaleza, exigiendo que se recuperen los ambientes dañados, y se los regresea su estado original. Su objetivo no es cobrar multas, y la recuperación ambiental debe realizarse independientemente de su costo económico. Seres vivos como plantas o animales no necesariamente vivirán mejor si algunos humanos reciben dinero por el daño en los ecosistemas en que habitan. El criterio de justicia en este caso se centra en asegurar que las especies vivas puedan seguir sus procesos vitales, y no en las compensaciones económicas.

Esto no quiere decir que esas multas o indemnizaciones deban ser abandonadas, sino que debe quedar claro que éstas competen a la justicia ambiental. Un ejemplo puede ilustrar la cuestión: en el caso de los derrames y contaminación por petróleo en la Amazonia ecuatoriana, se debe aplicar por un lado las reparaciones o compensaciones económicas o de otro tipo, a las personas afectadas, y por el otro lado, simultáneamente se deben asegurar los derechos de la Naturaleza, limpiando lugares afectados o restituyendo ecosistemas degradados.

En otro artículo se discute con más detalle las diferencias entre una justicia ambiental y otra ecológica, a partir de los derechos de la Naturaleza (Gudynas, 2010c). En esos análisis se procura dejar en claro que se puede llegar a una justicia ecológica desde diferentes puntos de partida, incluidas las perspectivas de quienes no aceptan que la Naturaleza sea sujeto de derechos. En efecto, aún en el caso de insistir en que solamente los humanos son agentes morales que pueden expresar y defender sus escalas de valores, de todos modos el campo de la justicia se ha ampliado a quienes no cumplen esas condiciones (por ejemplo, con los derechos en humanos no nacidos o con discapacidades mentales severas). Otro frente de extensión es propuesto por quienes indican que varios mamíferos superiores son seres conscientes. Finalmente se encuentran los defensores de los derechos de los animales. Los derechos de la Naturaleza operan en el mismo sentido. De esta manera, se puede fundamentar una justicia ecológica desde varias fuentes, incluido el liberalismo contemporáneo, como también el biocentrismo.

En ese marco, resulta muy interesante dar un paso más en las ideas de Nancy Fraser (2008), quien considera que la justicia se desenvuelve en una dimensión redistributiva (posiblemente la más conocida en la actualidad), otra enfocada en el reconocimiento, y una tercera basada en la representación. Estas dos últimas son claves en países como Ecuador, e implican reconocer las expresiones multiculturales en el país, con sus concepciones del ambiente, y permitir su participación efectiva. Se puede dar un paso más, y sumarle una dimensión ecológica (estos y otros puntos se discuten con más detalle en Gudynas, 2010).

Otra crítica usual apela a una pregunta condescendiente: ¿asistirán los árboles o los jaguares a los juzgados? También se apela a esta pregunta para cuestionar a los derechos de la Naturaleza como inviables. Es evidente que ese no es el sentido de la justicia ecológica, ya que esos seres vivos no tienen forma de articular sus demandas frente a la institucionalidad formal de la justicia. La cuestión radica entonces en los procedimientos de representación y tutela de esos derechos. La novedad de los derechos de la Naturaleza no está en que mágicamente los árboles asomarán en los juzgados, sino en que distintos humanos podrán ir ante los jueces invocando la representación de esos árboles. Y los jueces deberán atenderlos y escuchar sus argumentos. Asimismo, esos defensores no deberán demostrar que talar los árboles significa una pérdida económica o afecta la propiedad privada, sino que podrán defenderlos desde la necesidad de asegurar la sobrevida y permanencia como especie.

XII. Derechos de la Naturaleza globales y locales

Pasemos ahora a analizar las implicancias de los derechos de la Naturaleza en las escalas local, nacional e internacional. Esto es necesario ya que en los últimos meses se ha insistido con enfocar estas cuestiones a nivel planetario. Su promotor más conocido es el presidente boliviano Evo Morales, quien reclama la defensa de la Madre Tierra en el contexto del cambio climático global.

Muchas de sus alertas sobre las implicancias del cambio climático son correctas, y varias de sus críticas al papel de las naciones industrializadas también son acertadas. Pero en el contexto del presente capítulo es importante atender a las vinculaciones que se hacen entre la defensa de la Madre Tierra y el cambio climático. En muchos casos esos reclamos tienen ecos con los derechos de la Naturaleza, pero la escala es otra, ya que el énfasis de Morales está en los problemas globales. Es una postura donde se mira a toda la biosfera, e incluso por momento el uso de Pachamama recuerda a quienes conciben que todo el planeta es una unidad viviente autorregulada (en el sentido de la hipótesis Gaia de Lovelock, 2007).

Como ya se adelantó arriba, es sorprendente que se reclamen los derechos de la Madre Tierra a nivel planetario, pero no se observe la misma preocupación o similar compromiso verde dentro de Bolivia. En los últimos meses, distintas organizaciones indígenas, campesinas y ONG ambientalistas, han venido denunciando un creciente deterioro ambiental en el país, problemas en la aplicación de los mecanismos de consulta ciudadana y evaluación de impacto ambiental, y una decidida promoción del extractivismo minero y petrolero clásico. La situación es tan grave que varias organizaciones indígenas han reclamado una “pausa ecológica”. En la conferencia de Cochabamba (abril 2010), organizada por el gobierno boliviano para abordar estos asuntos, varios grupos ciudadanas intentaron discutir los derechos de la Madre Tierra dentro de Bolivia, pero fueron duramente combatidos por el gobierno.

Este caso es importante ya que por momentos se genera una disociación radical entre derechos de la Madre Tierra a escala global, pero no a nivel local dentro de Bolivia. La lección para nuestro análisis es que si se toman en serio los derechos de la Naturaleza, deberán ser aplicados en todas las escalas geográficas, desde las comunidades locales a todo el planeta. No existen excepciones geográficas a los derechos de la Naturaleza, y menos dentro de cadaEstado.

XIII. Política, ambiente y desarrollo

La llegada de los derechos de la Naturaleza también tienen impactos en los escenarios políticos, y entre ellos en este capítulo abordaremos especialmente las estrategias de desarrollo. Un primer flanco de tensiones se encuentra entre los estilos actuales de desarrollo en América Latina, que dependen de un intenso aprovechamiento de recursos naturales. Por lo tanto, muchos rechazan los derechos de la Naturaleza debido a que interpretan que ello impedirá el crecimiento económico.

Para evitar un rechazo frontal, algunos los rodean para dejarlos en suspenso: se dice que primero se debe crecer económicamente, que los impactos ambientales son inevitables, y que una vez que se despegue económicamente, se resuelvan los problemas de pobreza y equidad, podríamos comenzara a preocuparnos por el ambiente. Este es un problema creciente en varios gobiernos, incluyendo las administraciones progresistas, las que propulsan el crecimiento económico como la forma privilegiada de desarrollo, y apelan a minimizar o flexibilizar lo que consideran como obstáculos ambientales.

Tan solo a manera de ejemplo, este abordaje ha sido defendido por las administraciones Correa en Ecuador, Morales en Bolivia (especialmente su vicepresidente Álvaro García Linera, quien dice que su país no será un “guardabosques”), el brasileño Lula da Silva, o el uruguayo José Mujica. Esta postura es todavía más clara en los gobiernos conservadores, y posiblemente su expresión más conocida sea “El perro del hortelano” de Alan García en Perú.

Por lo tanto, desde diferentes justificaciones ideológicas, y reconociendo las diferencias notables que hay entre esos gobiernos en cuanto al papel del Estado, la captación de excedentes, etc., de todos modos se repiten estilos de desarrollo claramente insustentables con intensos impactos ambientales (este punto se analiza con más detalle en Gudynas, 2010a). Está claro que los derechos de la Naturaleza imponen un cambio de rumbo en el desarrollo actual.

Si se los toma en serio, es indispensable que países como Ecuador, comiencen a modificar el desempeño en varios sectores, como la agropecuaria, forestal o pesquero. Pero es posiblemente en los sectores extractivistas, como hidrocarburos y minería, donde estos cambios son más urgentes, debido a sus implicancias sociales, económicas y ambientales. El desacople del sendero extractivista, para enfocarse en la calidad de vida y la conservación, permitiría atender de mejor manera los derechos de la Naturaleza. Es además necesario salir de la trampa en la que se están encerrando algunos gobiernos progresistas, donde se apela al extractivismo para financiar programas de lucha contra la pobreza y bonos de asistencia social. En ese extremo se debilitan la posibilidad de discusiones sustantivas sobre justicia social, con lo cual hay muchas menores oportunidades para encarar las justicias ambiental y ecológica (véase Gudynas, 2010b).

Esta orientación está contemplada en la Constitución de Montecristi al asociar los derechos de la Naturaleza, con los demás derechos humanos, y colocar a todos ellos en una articulación con un régimen de desarrollo orientado al Buen Vivir. De esta manera, sea por la vía de los derechos de la Naturaleza, como el mandato por el Buen Vivir, queda en claro que es necesario comenzar a explorar transiciones postextractivistas. Este postura aparece como un objetivo final en el actual Plan Nacional del Buen Vivir, elaborado por SENPLADES, aunque es necesario dotarla de contenidos más precisos. En esa línea se está trabajando en CLAES en cooperación con varias organizaciones en los países andinos, donde se discuten transiciones posibles para ir más allá del extractivismo, hacia desarrollos de nuevo tipo con un menor consumo de materia y energía, y cimentados en otra ética de relación con el ambiente.

Finalmente, los derechos de la Naturaleza retiran los temas ambientales de la creciente obsesión actual por convertirlos en mercadería o demostrar que su conservación es un buen negocio. Los derechos de la Naturaleza reposicionan a los temas ambientales como una política pública, independientemente si es rentable o no.

Para dejar este punto en claro es oportuno aludir a las propuestas de moratoria petrolera en los campos petroleros conocidos como ITT, en la zona del Parque Yasuní. La pretensión de recibir una “compensación” económica por no explotar esa área carece de sustento desde el punto de vista de los derechos de la Naturaleza. En efecto, esa biodiversidad amazónica debe ser protegida en tanto así lo demandan los derechos de la Naturaleza, y las compensaciones que pueda recibir el Estado, u otras personas, es una cuestión ajena a la fauna y flora de ese sitio. Pero además, es como si se reclamara a la comunidad internacional una compensación de los gastos en que se incurren por asegurar otros derechos, como pueden ser la educación o la salud.

XIV. Se ha iniciado un nuevo camino

Estoy convencido que el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza no es una moda pasajera, o producto de una casualidad política. Será un atributo que terminará estando en casi todas las constituciones latinoamericanas. Por ello, también creo que Ecuador ha marcado el rumbo con ese paso innovador. Es posible que los vaivenes políticos partidarios desemboquen en avances y retrocesos, pero finalmente se implantarán como una necesidad indiscutible.

El punto de partida actual, con la Constitución de Montecristi, es envidiable. Ecuador se encuentra en ese sentido muy por delante de los demás países, y estas cuestiones recién comienzan a discutirse por ejemplo en Bolivia y Perú; más alejados están Argentina, Brasil, Colombia y otras naciones.

Es cierto que dentro de Ecuador existen divergencias y debates sobre estos derechos, pero es por demás importante tener presente que la “polis” aceptó un nuevo contrato social donde reconoce los derechos de la Naturaleza. La discusión ya deja de estar centrada en la validez de estas ideas, sino que ahora se debe expresar en cómo concretarlas. Este nuevo acuerdo no implica desconocer o rechazar a quienes descreen de la Naturaleza como sujeto de derechos, pero obliga a considerar esos derechos junto a otros en los debates y la administración de la justicia. Tampoco se renuncian a los clásicos derechos humanos, incluidos los de tercera generación referidos al ambiente, sino que actuarán en paralelo a los de la Naturaleza.

Está claro que los derechos de la Naturaleza encierran enormes desafíos que van de la ética a la política, la institucionalidad y la gestión. Es un nuevo camino donde se están dando los primeros pasos, y para avanzar será necesario mantener la cuota de innovación que poco tiempo atrás estuvo presente en la Asamblea Constituyente en Montecristi.

Notas

[0] Secretario Ejecutivo del Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). Su trabajo apunta a las estrategias en desarrollo sostenible en América Latina, con énfasis en la conservación. Desde 2010 integra el Panel Intergubernamental de Cambio Climático. Su nuevo libro lleva por título Derechos de la Naturaleza. Ética biocéntrica y políticas ambientales (2014). Web: http://www.gudynas.com/. Blog: http://accionyreaccion.com/
[1] Declaraciones a la prensa del 22 de julio de 2009. Lula da Silva agregó: “Yo me comprometí que cuando deje la presidencia compraría una canoa, agarraría los bagrecitos, los colocaría en la canoa, y los llevaría al otro lado (de los Andes) y los traería de vuelta”.
[2] Se debe señalar que existen diferencias sustanciales en un abordaje basado en los derechos de la “Naturaleza” y otro enfocado en los derechos de la “Tierra” a escala global. El asunto no se puede discutir aquí por problemas de espacio disponible, pero adelantamos que es mucho más fructífero enfocarse en los derechos de la Naturaleza, y promover una redefinición culturalmente diversa de la idea de “Naturaleza”. Sobre una declaración universal de los derechos de la Naturaleza véanse las primeras ideas en Acosta, 2010.
[3] Declaraciones de prensa del 21 abril de 2010, Agencia Boliviana de Informaciones ABI.
[4] La Razón, La Paz, 31 enero 2010.
[5] En parte como reacción a estos problemas y contradicciones, en Bolivia se aprobó recientemente una ley general de los derechos de la Madre Tierra. Se indica que es un adelanto de una futura ley más detallada. Por lo tanto, es aconsejable esperar a que se complete el proceso legislativo.

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Artículo original en ACOSTA, A. y MARTÍNEZ, E. La Naturaleza con derechos. De la filosofía a la práctica. Quito: Abya-Yala, 2011. p. 239-286. Publicado con el consentimiento expreso del autor en EcoPlítica, 16 febredo 2017, ver aquí…