Derechos de la Naturaleza en Ecuador: balance de una década
En el décimo aniversario de reconocer los derechos de la Naturaleza en la Constitución de 2008, lo que debe celebrarse es ese enorme paso en cambiar las relaciones culturales y el marco ético de nuestra relación con el ambiente. Sin duda urge el desafío de concretar ese mandato, con una política y gestión ambiental enérgica y efectiva.
por Eduardo Gudynas – El Día Mundial del Ambiente es oportuno para recordar que se cumplen diez años del reconocimiento de los derechos de la Naturaleza incluidos en la Constitución de Montecristi. Ecuador fue el primer país en el mundo en dar ese paso, y sigue siendo un ejemplo hasta el día de hoy.
Es común que apoyen esos derechos, y en muchos casos se los presentan con un entendible orgullo. Pero también es frecuente que se advierta que siguen siendo inefectivos en asegurar una protección sustancial del ambiente, y basta como prueba los avances de los extractivismos y el deterioro ecológico en el país. Se produce así una rara condición, como la presentar esos derechos casi como un querido adorno, pero de poca utilidad, que se lo exhibe, pero no está clara todavía su utilidad.
Aunque algunas de esas apreciaciones son ciertas, estimo que las generalizaciones resultan en un diagnóstico incompleto y superficial. Un balance demuestra que la innovación que tuvo lugar en Ecuador en 2008, es mucho más profunda de lo que se reconoce, y que otros países que han intentado medidas semejantes, siguen todavía rezagados. Sin duda no basta para resolver inmediatamente todos los problemas ambientales, pero su mayor relevancia está en permitir un nuevo tipo de discusión sobre políticas ambientales y sigue siendo el ejemplo de la dirección que debe seguirse.
Una innovación radical
Un repaso de la incorporación de la Naturaleza como sujeto de derecho debe comenzar por dejar muy en claro su radicalidad. No es cosa menor haber podido concretar ese reconocimiento en un debate democrático en una asamblea constituyente, y bajo todo tipo de presiones que operaban en aquel entonces (¿recuerdan que se espiaba a algunos asambleístas? ¿o las presiones de Correa para acelerar las deliberaciones?). Además, la constitución de Montecristi fue aprobada por un sustantivo 63% de votos, y por lo tanto no puede decirse que la idea de los derechos de la Naturaleza sea un sueño de un pequeño grupo de ambientalistas.
Compárese ese resultado de Ecuador con Bolivia, que en esos mis-mos años también reformaba su Constitución. Como en Ecuador, en ese país varios movimientos sociales buscaron incorporar ese concepto en su Constitución, pero no lograron. No solo eso, sino que aparecen varios artículos que operan casi en sentido contrario al reclamar la industrialización de la Naturaleza.
En años recientes hubieron avances en este campo, pero son mucho más limitados. Se discute, por ejemplo, una ley nacional en Argentina, y se han aprobado dos de ellas en Bolivia. Hay decisiones judiciales que otorgan a ríos o ecosistemas sean derechos propios o personerías jurídicas en Colombia, Nueva Zelandia y Australia; se dio un paso de ese tipo en la India, pero luego fue impugnado.
En segundo lugar, los contenidos, la formulación y la articulación constitucional de Montecristi siguen siendo los más precisos y conceptualmente más vigorosos en comparación con otras normas. Por ejemplo, al señalarse que los derechos de la Naturaleza o Pachamama están asentados allí donde “se reproduce y realiza la vida” se apunta a las especies y los ecosistemas. Esto disipa mucha potenciales dudas y confusiones: estos derechos no obligan a tener una Naturaleza intocada ni deben ser confundidos con el bienestar animal, sino que exigen la sobrevida de las especies más allá de la utilidad o afectación para los humanos. Esa es la reproducción de la vida, tanto en el sentido ecológico como evolutivo.
El propósito de preservar el entramado de la vida no-humana es claro, y está reforzado por otro derecho reconocido en la Constitución de Montecristi y que repetidamente pasa desapercibido: el derecho a la restauración integral. Ese mandato es independiente de indemnizaciones y compensaciones a los humanos, y se enfoca en recuperar los ambientes degradados.
Tiene también mucha importancia advertir que esos derechos son presentados en clave intercultural: se los pueden reconocer desde la mirada occidental (referidos a la “naturaleza”) o desde las cosmovisiones de los pueblos indígenas (que corresponde la categoría de Pachamama). Esto tiene la enorme importancia de no apelar a una oposición entre tradiciones de saberes sino a su complementación. En cambio, ensayos recientes como los de Colombia, están claramente dominados por el saber occidental y desatienden las tradiciones de sus propios pueblos originarios.
La Constitución de Montecristi también acertó en asociar esos derechos de la Naturaleza con los llamados derechos humanos de tercera generación, tales como los enfocados en el ambiente sano y ecológicamente equilibrado (artículos 14 y 66). Se podría haber pensado que una vez admitido el reconocimiento específico a la Naturaleza ya no tenía relevancia los esquemas de derechos humanos enfocados en el ambiente. Pero eso hubiese sido un grave error, en tanto éstos últimos siguen siendo extremadamente importantes por varias razones, tales como asegurar la salud de las personas o por la existencia de regulaciones y procedimientos jurídicos esenciales para la gestión ambiental. Sea estos derechos de las personas como los de la Naturaleza se complementan y potencian entre ellos; son dos vías paralelas.
Otros intentos no lograron pasar esa prueba y quedaron atrapados en redacciones muy ambiguas, con lo que se vuelve extrema-damente complicado llevarlas a la práctica. Ese fue el caso de Bolivia buscando superar aquella ausencia constitucional apelando a dos leyes marco (Ley de los Derechos de la Madre Tierra de 2010 y Ley de la Madre Tierra y Desarrollo Integral para Vivir Bien de 2012). Pero sus textos fueron casi metafóricos, se perdió la preci-sión, y la Naturaleza quedó otra vez encasillada como una cuestión de “interés público” y necesaria para el “desarrollo integral”.
Un tercer aspecto a subrayar es que el mandato constitucional ambiental ecuatoriano es abarcador: se protegen todos los ambientes y en toda su geografía. En cambio, las recientes resolu-ciones de la Corte Constitucional de Colombia asignan esos derechos a sitios específicos, como la cuenca del Río Atrato, en respuesta a la contaminación minera, o a la eco-región Amazónica, en un intento de frenar la deforestación como una de las causas del cambio climático. Algo similar ocurre con los ensayos en India, Nueva Zelandia y Australia.
Como puede verse, en estos países los derechos de la Naturaleza sólo operarían en algunos sitios, pero todos sabemos que en el ambiente no existen fronteras. La redacción ecuatoriana no tiene esa limitación, ya que reconoció los derechos de la Naturaleza o Pachamama sin excepciones bajo una cobertura total.
Resistencias y alternativas
Cambios bajo esta radicalidad siempre generan resistencias. Unos se deben a que son cuestiones que resultan alejadas para varios sectores de la sociedad, agobiados por problemas cotidianos como el empleo, educación o criminalidad. Esto es entendible, pero la protección del patrimonio natural es una condición indispensable para pensar en la propia viabilidad futura del país, y los derechos de la Naturaleza ofrecen la mejor oportunidad para lograrlo.
Otras críticas no pueden ser compartidas. Es el caso de quienes afirman que como estos derechos se aplican mal o nada, entonces se los debería abandonar. Sería como sostener que en tanto los derechos humanos siguen siendo violados en muchos sitios, la solución está en no exigirlos más. Incluso he escuchado el cuestionamiento que el concepto de derechos en sí mismo es el que está obsoleto. Otro error. Basta preguntarles a los pobres en un barrio marginal, a un campesino o un indígena, las implicancias para su vida si sus derechos fuesen realmente asegurados.
Dejando atrás esos reduccionismos, la Constitución de Montecristi no asegura resolver todos los problemas, pero asegura otro marco de partida, más amplio y potente, que a su vez permite otro tipo de discusiones y demandas.
Quienes promueven un desarrollismo clásico que depreda la Naturaleza, saben esto, y consecuentemente atacan esos componentes ecológicos constitucionales. También se choca contra todo tipo de ideas convencionales que sostienen el entramado de normas y su sistema jurídico, e incluso a las ideologías políticas clásicas, donde siempre se abordó el ambiente como objetos a ser atendidos como propiedad o utilidad de los humanos.
Pasar desde esta situación a una donde se reconoce a la Naturaleza como un sujeto, es en el fondo un cambio cultural, y por eso no se logrará de un día para otro, sino que se conquistará paso a paso, con paciencia, reclamando una y otra vez la aplicación de esos derechos. La constitución de Montecristi provee instrumentos potentes para ese nuevo caminar y que otros países no tienen, y eso hace que la urgencia está en saber utilizarlos. La solución no es renunciar a ellos sino profundizarlos y fortalecerlos.
Precisamente ésta ha inspirado el lanzamiento del Observatorio de los Derechos de la Naturaleza (Nature Rights Watch), para monitorear, analizar y denunciar las violaciones a los derechos de las personas es escala internacional. Es una iniciativa que parte desde América Latina y asume que derechos tal como fueron reconocidos en Ecuador deben ser el marco de referencia para examinar la situación continental y global (más informaciones en www.NatureRightsWatch.com).
Por todas estas razones, en el décimo aniversario de reconocer los derechos de la Naturaleza en la Constitución de 2008, lo que debe celebrarse es ese enorme paso en cambiar las relaciones culturales y el marco ético de nuestra relación con el ambiente. Sin duda urge el desafío de concretar ese mandato, con una política y gestión ambiental enérgica y efectiva. Pero los ecuatorianos deberían estar orgullosos de haber concretado ese cambio, y tener una Constitución que es un ejemplo para el resto del planeta.
Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). Publicado en la revista Plan V, Quito (Ecuador), 4 de junio de 2018.